INSOMNIO


Siempre supe que esta sería mi casa definitiva. Nos lo habíamos jugado todo a una única carta soñando con un piso frente al mar. Nuestros ahorros de dos décadas en continuo sacrificio y los venideros estaban ahí depositados. Aún recuerdo la imagen del domótico inmueble, proveniente de una maqueta color verde agua, y a su grandilocuente vendedor jactándose de inmejorables calidades; entretanto mi pensamiento se evadía imaginando su espléndida luz y la alegría que habitarían sus espacios.

Estaba segura que esta vivienda se convertiría no solo en la primera propiedad familiar sino también en la segunda residencia vacacional e incluso en el último reducto donde terminaría viviendo en Lanzarote. El largo y paciente camino de vicisitudes, alineándose bondades en críticos momentos, había valido la pena. Mi hogar era sin duda privilegiado refugio en obligado confinamiento ante el coronavirus.

La habitación estudio de la fachada norte se erigía en sólido pilar de comunicación desde el 16 de marzo. La publicación del real decreto en el BOE, declarando el estado de alarma, suspendía las clases presenciales motivando que mi labor docente continuara de manera virtual. Su ventana, imán de cotidianidades del patio, se sumaba por la mañana a una sutil invitación, asistiendo gratuitamente al concierto en directo de frenéticas lavadoras, tintineos de loza y pertinaces taladros, que felizmente tornaba atardeciendo al de juguetonas voces infantiles, melodías de instrumentos musicales y resilientes aplausos.

Mis alumnos desconocían que todavía seguía de baja médica. El esguince del tobillo derecho persistía en su dolor, claramente nimio, comparado con el sufrido por miles de personas en el mundo, a consecuencia de la veloz y traumática pandemia. Las noticias revelaban diariamente escalofriantes cifras de contagios de Covid-19, fallecimientos de seres queridos sin beso de despedida, la soledad de injustas muertes y la angustia lacerante de inciertos futuros laborales. ¿Cómo contribuir a controlar esa desmedida sinrazón? Quedarse en casa constituía la rotunda respuesta.

Un domingo de cuarentena descubrimos mi marido y yo a alguien saltándose la norma. Finalizábamos casi el almuerzo en la terraza, asiduo mirador de numerosos barcos y cruceros, cuando escuchamos a la perpleja vecina de al lado señalar el avistamiento de un incívico submarinista. ¿No era consciente de la global prohibición? La anhelada libertad le duró poco. Sendas patrullas de policía aparecieron en escena y tras febril persecución capturaron sus ágiles aletas. Terminada la espontanea observación telescópica, disfrutamos de la vivificante energía del ala sur de la vivienda, del sosegado murmullo de la marea y de la visión del afortunado paseo de canes con la absoluta certeza de que la naturaleza pronto nos abrazaría.

Óleo a espátula sobre tabla
(Luis Jiménez-Pajarero)
Año 2006

Por ahora mi pequeña biblioteca me regalaba el caluroso encuentro de fieles autores y personajes de novelas, ávidos de tertulia. Conversaría con ellos después porque tenía una cita al final del pasillo e iba con retraso. No estaba acostumbrada a andar con muletas.

-Buenas tardes- pronuncié. 

Don Alonso Quijano no contestó. Sus ojos desorbitados proyectaban el insomnio de titánica lucha contra el coronavirus y la preocupación por hallar la eficaz vacuna.

Nota: Relato corto participante en el Concurso "Historias de andar por Casa" convocado por el Colegio Oficial de Arquitectos de Lanzarote con motivo del Día del Libro (23.04.2020)

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