El infinito en un junco, de Irene Vallejo
“El infinito en un junco” (Editorial Siruela) nos acerca a la invención de los libros en el mundo antiguo con una mirada profunda a los clásicos. Su lectura reivindica la importancia de leer y escribir como demuestra esta cita de Antonio Basanta:
“Leer es siempre un traslado, un
viaje,
un irse para encontrarse. Leer,
aun siendo un acto comúnmente
sedentario,
nos vuelve a nuestra condición de
nómadas”
Irene Vallejo es la autora de este ensayo en el que también nos desvela su sentir más íntimo al enfrentarse, por ejemplo, a la página en blanco.
Escribir, según lo expresa Marguerite Durás, es:
“Intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos”
El punto de partida es la
Biblioteca de Alejandría considerada como una enciclopedia mágica que consagró
el saber y las ficciones de la Antigüedad para impedir su dispersión y pérdida.
Variada y completísima, que abarcaba libros sobre todos los temas, escritos en
todos los rincones de la geografía conocida. Incluyó asimismo las obras más
importantes de otras lenguas, traducidas al griego. Junto al Museo, lugar de
reunión de los mejores escritores, poetas, científicos y filósofos de la época,
formaba parte del recinto del palacio.
La invención del libro es la
historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y
prácticos- la duración, el precio, la resistencia, la ligereza- del soporte
físico de los textos. Desde las tablillas de arcilla de Mesopotamia y las de
madera en Europa hasta el rollo de papiro en Egipto que supuso un fantástico
avance al ser las hojas de papiro un material fino, ligero y flexible.
Alrededor del siglo VI a. C.,
nació la prosa y con ella, los escritores, que coincidió con el nacimiento de
la filosofía. La escritura permitió crear un lenguaje complejo que los lectores
podían asimilar y meditar con tranquilidad. ¿Cuándo aparecieron los libreros?
Irene Vallejo -señala- en el tránsito del siglo V al IV a.C.
La autora de “El infinito en un
junco” recuerda momentos de su vida, entre ellos de la infancia, en los que me
ha transportado a los mismos en los que disfrutaba leyendo cuentos a mis hijos,
Marina y Eduardo, antes de dormir. De hecho, conservo sus colecciones, con el
propósito, quizá en un futuro de leérselos a mis nietos. Ese sereno tiempo de
lectura, tras el agitado día, en el que el silencio reina cómplice de la magia
de los hechizantes cuentos en la voz de una madre y se convierte en un paraíso
fascinante.
Las bibliotecas, dice Irene
Vallejo, han ido invadiendo silenciosamente el mundo. Entre el año 1500 y 300
a. C., existieron 55, solo para un público minoritario, en algunas ciudades de
Próximo Oriente En la actualidad hay en España alrededor de 4.700 bibliotecas y
más de diez mil bibliotecarios.
Por otra parte, se nombra a
Heródoto (484 - 425 a. C.) como autor del primer reportaje de literatura
universal. Su extensa obra “Historias” es el resultado de sus viajes,
observaciones y preguntas, reunida en 9 partes con los nombres de las musas.
Los versos de Homero y Eurípides
fueron la base del aprendizaje del método educativo. Se introducía a los niños
en la lectura con frases bellas y difíciles que apenas podían entender:
“Bálsamo precioso del sueño, alivio de los males, ven a mí” o “No desperdicies
lágrimas frescas en dolores pasados”.
Seducidos por las palabras, los
griegos inauguraron el género de la conferencia. Los sofistas, maestros
itinerantes que viajaban de ciudad en ciudad a la búsqueda de alumnos, ofrecían
exhibiciones para darse a conocer, demostrar la calidad de su enseñanza y
probar ante el auditorio sus habilidades. En el siglo V a. C., el sofista
Gorgias escribió:
“La palabra es un poderoso
soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más
divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la
compasión”.
Biblioteca de Alejandría |
Desgraciadamente la Biblioteca de Alejandría fue destruida 3 veces y otras, como la de Sarajevo en 1992 incendiada.
Arturo Pérez Reverte, entonces corresponsal de guerra, fue testigo:
“Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente. Cuando un libro arde, mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre”.
Biblioteca de Alejandría (2002) |
Irene Vallejo confiesa que la lectura de los libros de Stevenson, Ende, London y Conrad, además de su familia, fueron determinantes como refugio ante los años humillantes que vivió en su adolescencia. En la pág. 244 dice:
“ No soy un caso aislado. La violencia entre los niños, entre los adolescentes, se desarrolla protegida por una barrera de silencio turbio. Durante años me reconfortó no haber sido la chivata de la clase. No haber caído tan bajo. Por autoestima mal entendida, por vergüenza, obedecí la norma: ciertas cosas no se cuentan. Querer ser escritora ha sido una tardía rebelión contra esa ley. Esas cosas que no se cuentan son precisamente las que es obligado contar. He decido convertirme en esa chivata que tanto temí ser. La raíz de la escritura es muchas veces oscura. Esta es mi oscuridad. Ella alimenta este libro, quizá todo lo que escribo.”
Con la derrota del último rey de
Macedonia, en el año 168 a. C., los romanos se apoderaron de la cultura griega,
hecho que la autora asemeja a mediados del siglo XX con el cambio del epicentro
del arte y el saber de Europa a Estados Unidos como también sucedió con el
cine.
En latín, líber significa “libro”
que originariamente daba nombre a la película fibrosa que separa la corteza de
la madera del tronco. Los griegos llamaban “biblíon” al libro recordando así a
la ciudad fenicia de Biblos, famosa por la exportación de papiros. En nuestra
época, el uso del término, en su evolución, ha quedado reducido al título de
una sola obra, la Biblia.
Los libros, sea por el regalo de
un ser querido o por la recomendación de un librero ejerciente de un oficio de
riesgo, nos siguen uniendo y anudando de una forma misteriosa. Algunas
librerías, reinos del caos y del desorden, son el lugar feliz para el placer
comprador y también un refugio asediado como lo fue la Maison du Livre en
Berlín de François Frenkel, antes de escapar de su pequeño oasis de libros
franceses.
Hasta la invención de la
imprenta, los libros fueron objetos artesanales, es decir, de laboriosa
fabricación, únicos e incontrolables. Sin embargo, los libros de hoy son la
antítesis de aquellos antiguos manuscritos: objetos baratos, etéreos, sin peso,
fáciles de multiplicar hasta el infinito, albergados en servidores y unidades
de almacenamiento en centros de datos por todo el mundo pero estrictamente
controlados.
Irene Vallejo |
La autora de “El infinito en un
junco” asevera que escribe para que no se acaben los cuentos, escribe porque no
sabe coser, ni hacer punto; nunca aprendió a bordar, pero le fascina la
delicada urdimbre de las palabras. Cuenta sus fantasías ovilladas en sueños y
recuerdos. Se siente heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido y destejido
historias. Escribe para que no se rompa el viejo hilo de voz.
En el epílogo, Irene Vallejo afirma que la humanidad ha desafiado la soberanía absoluta de la destrucción al inventar la escritura y los libros. Gracias a estos hallazgos, ha nacido un espacio inmenso de encuentro con los otros y se ha producido un fantástico incremento en la esperanza de vida de las ideas.
De alguna forma misteriosa y espontánea,
el amor por los libros ha forjado una cadena invisible de gente -hombres y
mujeres- que, sin conocerse, ha salvado el tesoro de los mejores relatos,
sueños y pensamientos a lo largo del tiempo.
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