La sonrisa etrusca, José Luis Sampedro
miércoles, mayo 25, 2022
José Luis Sampedro |
No pensaba coger ningún libro en préstamo. Había iniciado la lectura de “Sira”, un regalo de mis suegros en el puente de diciembre. Sin embargo, me vino a la memoria José Luis Sampedro. Al finalizar tiempo atrás “Escribir es vivir” me acerqué a su semblanza fijándome que no había leído “La sonrisa etrusca”, una de sus obras más conocidas. Pregunté por ella confirmándome la bibliotecaria que la tenían dentro de la colección Narrativa Actual (Autores Lengua Española).
Aquella noche comencé con el relato que me acunaría el alma con el amor y ternura que solo un abuelo puede expresar a su nieto querido cuando le acecha la muerte. Salvatore, el valiente partisano de la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, padece un cáncer, al que llama “la Rusca”. Su hijo Renato y su mujer Andrea deciden que viva con ellos en Milán para estar más cerca del control de los médicos especialistas.
El viejo, como se refiere a él Sampedro
con cariño, está acostumbrado a su soledad y sus hábitos rurales en el pueblo
de Catanzaro. La expectativa de convivir con su nuera, profesora de
Universidad, no le atrae lo más mínimo. No obstante, el estímulo de conocer a
su nieto, que ya tiene 13 meses, Brunettino (diminutivo
de Bruno, alias de él como partisano) le apaciguan el ánimo durante el trayecto en coche a Milán, como la parada en el museo etrusco de Villa Giula en Roma. Quedará fascinado por la visión del "sarcófago de los esposos", procedente de la necrópolis de Cerveteri, y su enigmática sonrisa.
Así somos testigos de la transformación de Salvatore y de su bien planificada estrategia. Un hombre fuerte,
torpe al principio al coger a su nieto en brazos o tener que abotonarle la
ropa e inamovible en sus convicciones. Como
en la guerra hay que ir avanzando en posiciones, subir a la montaña a
refugiarse y, sobre todo, ocultarse del enemigo. El abuelo va todas las noches
a la alcobita del niño, que duerme solo, como recomiendan los médicos y libros
actuales para educarlos en no ser dependientes de los padres. Pero él, le da
calor y confianza para que se entregue al sueño tranquilo, sin llantos, como su vieja manta, navaja y amuletos se la proporcionan a él.
Salvatore es consciente de la maligna evolución de su enfermedad, pero
resiste con vitalidad porque, aunque el tiempo apremia, quiere enseñarle en
verano a Brunettino su casa, su pueblo, su tierra en Roccasera. Además, no
puede morir antes que el fascista Cantanotte; alberga la esperanza de que vaya al
cementerio antes que él, hecho que ocurre. Y, sobre todo, porque necesita oír a su nieto llamarle
“nonno”. La relación abuelo y nieto colma la existencia del viejo
partisano disfrutando de los instantes que les brinda juntos el día como escuchar las
dos respiraciones siendo entrañables los continuos diálogos interiores en los que
Salvatore abre su corazón al angelote.
Costa de Amalfi (Sur de Italia) |
El misterio de las actividades que efectúa Salvatore fuera del
hogar tales como participar en unas charlas en la Universidad contando costumbres,
refranes o cuentos (material de análisis para catalogar la
supervivencia de los antiguos mitos en el folklore popular) se desvela pronto causando
una gran sorpresa a su nuera quien comienza a mirarle de otra forma igual que
cuando conoce a Hortensia, una mujer sensata y refinada dentro de su sencillez, con la que congenia enseguida.
Poco a poco la energía del titán calabrés se va apagando. Tras la hemorragia sufrida en casa de Hortensia, el médico desaconseja la esperanzadora intervención. Bruno tiene momentos casi de desvarío, como si estuviera en el año 1943 (se repite en su última sesión de la universidad con el profesor Buoncontoni) o desorientándose en la calle; y también de euforia, al comprobar que su nuera se ha rendido, dejando la puerta de la alcoba del niño abierta, lo que le permite seguir soñando con el verano, el aire con olor a mies recién cortada y la ilusión de contraer matrimonio con Hortensia.
Sarcófago de los esposos (c. 520 a.de C. Museo Villa Giula) |
Pero aquella noche ese fuerte dolor en el pecho hirió de muerte a Salvatore, sintió un calambre feroz arrancándole el brazo mientras sostenía su dulce carga. El niño inquieto gatea por la cama y juntando su carita con la del abuelo pronuncia la anhelada palabra ¡nonno! en tanto que en el viejo rostro se esboza la sonrisa etrusca.
La mujer, apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos. A su espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca faunesca, abarca el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el rojizo tono de la arcilla quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al paso de los siglos. Y bajo los ojos alargados, orientalmente oblicuos, florece en los rostros una misma sonrisa indescriptible: sabia y enigmática, serena y voluptuosa. (pág.7)
NOTA: Esta novela me la llevé en el viaje que lamentablemente tuve que hacer el sábado 14 de mayo a Madrid por el fallecimiento de mi suegro el día anterior. Fue un bálsamo tanto a la ida como a la vuelta. El azar de haberla elegido ha reforzado mi convicción de los hilos invisibles del universo. Mi hijo, Eduardo Luis, es llamado cariñosamente "el nonno" en la familia, por ser el noveno en el árbol geneálogico de los Bryant. Estoy segura que sus dos abuelos (Eduardo y Luis) se encontrarán en el Más Allá y velarán por él, como por los demás nietos. El amor mutuo se hace visible de múltiples maneras.
El olmo ya seco de la ermita debe su único verdor a la hiedra que le abraza, pero ella a su vez sólo gracias al tronco logra crecer hacia el sol (pág. 52)
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